En la región del Catatumbo hay comunidades enteras que llevan encerradas desde diciembre por los combates
La pandemia de coronavirus ha obligado a recluir en sus casas a millones de personas en todo el mundo. En Colombia no es una experiencia nueva, al menos para quienes viven en las zonas castigadas por un conflicto armado que se ha recrudecido en los últimos años debido a la lucha entre grupos rivales por el control del territorio.
En Colombia, la cuarentena declarada por el presidente, Iván Duque, para frenar el avance del coronavirus comenzó el 25 de marzo y estará vigente hasta el 11 de mayo. Poco más de un mes y medio durante el cual, aunque con restricciones, los colombianos pueden realizar actividades esenciales como hacer la compra.
En 2019, antes de que el coronavirus trascendiera de la ciudad china de Wuhan, más de 27.600 personas tuvieron que confinarse en Colombia a causa de los grupos armados y los artefactos explosivos colocados o abandonados por ellos, de acuerdo con el balance anual del Comité Internacional de Cruz Roja (CICR).
La cifra es especialmente llamativa si se tiene en cuenta que «antes de 2017 en Colombia no se registraba el confinamiento como hecho victimizante», según explica a Europa Press la coordinadora del Departamento de Protección del CICR en el país, Alexia van der Gracht.
La realidad es que «siempre hubo personas confinadas a raíz del conflicto armado» pero hasta hace tres años «las organizaciones estatales no incluían este fenómeno como una consecuencia directa del conflicto armado que afecta a las poblaciones» civiles.
Van der Gracht atribuye el aumento del confinamiento a que «el conflicto y la violencia armada se han profundizado en varias zonas». Colombia disfrutó de unos años de relativa calma durante las negociaciones que se desarrollaron entre 2012 y 2016 entre el Gobierno y las FARC. La firma de la paz, paradojicamente, trajo consigo una ola de violencia por la pugna entre grupos armados para ocupar el vacío dejado por la guerrilla.
Los combates, tanto entre grupos rivales como con las fuerzas de seguridad; la presencia de artefactos explosivos, incluidas minas antipersona; y el «control social» que ejercen los actores armados, que llegan a dictar normas para las comunidades y sus vecinos; así como «el miedo a ser reclutados»; lleva a la población civil a confinarse para no sufrir daños, apunta la experta.
«Es importante precisar que esta dinámica no solo se da en las zonas rurales alejadas, sino que en entornos urbanos también hay barrios enteros que están confinados a raíz de las fronteras invisibles que imponen los portadores de armas», que «no dejan pasar a quienes provienen de barrios controlados por otras bandas o grupos armados», subraya.
CHOCÓ Y EL CATATUMBO, LOS PUNTOS CALIENTES
El CICR estima que el 83 por ciento de las personas confinadas durante el año pasado en Colombia estaban en el departamento de Chocó, en la costa pacífica, donde «convergen varios elementos». A la renovada violencia se suma «una situación estructural de pobreza y de necesidades básicas insatisfechas que aumenta la fragilidad y vulnerabilidad de las comunidades».
Van der Gracht destaca además «la complejidad geográfica del departamento», que hace que las alternativas de movilidad para sus vecinos sean «bastante restringidas». «Moverse en transporte fluvial, en una lancha o en un bote resulta muy costoso para las comunidades» y, «ante la imposibilidad de cambiar de lugar de residencia como mecanismo de autoprotección frente a los riesgos, los pobladores no encuentran una alternativa distinta que confinarse».
Preocupa en particular la situación en Bojayá, un municipio de Chocó. A finales de marzo, los combates provocaron un «desplazamiento masivo» de 74 familias, unas 400 personas, del pueblo indígena embera desde varias veredas hacia la de Las Peñitas. Los enfrentamientos acabaron alcanzando a esta localidad y otras cercanas obligándolas a confinarse. En total, habría unas 970 personas atrapadas, según la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA).
La cooperante advierte de que «todos los pueblos con pertenencia étnica están en una situación especial de riesgo». Indígenas y afrodescendientes «históricamente han sido más marginados», con «mayores dificultades para acceder a los servicios básicos». La falta de atención del Estado ha llevado a los grupos armados a justificar su presencia cerca de estos pueblos, de modo que «sus territorios ancestrales son ocupados para la guerra» y «el control social de los grupos armados debilita sus principios de unidad y autonomía».
Van der Gracht también llama la atención sobre el Catatumbo, en el departamento de Norte de Santander (noreste), que sirve de escenario a la guerra abierta entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y del Ejército Popular de Liberación (EPL). «Allí hay comunidades que están confinadas desde el mes de diciembre», alerta. «En estos contextos, las comunidades consumen los mismos alimentos durante varios días, incluso algunas de ellas comen una sola vez al día», cuenta.
VIVIR CON «MIEDO»
La coordinadora del CICR indica, no obstante, que «la mayoría de los confinamientos son cortos: empiezan con una fase de emergencia de una o dos semanas y después continúan con limitación parcial del movimiento, por ejemplo, cuando las comunidades solo pueden movilizarse en ciertos horarios».
«Este segundo momento también es crítico», avisa. Es entonces cuando «las medidas de autoprotección de las comunidades empiezan a relajarse» para atender las necesidades básicas sin que la situación de seguridad haya mejorado realmente, dado que los grupos armados siguen presentes. Con ello, «la población civil continúa enfrentándose a distintos riesgos, como los combates, la presencia de artefactos explosivos o el reclutamiento forzado, entre otros», menciona.
En cualquier caso, «el confinamiento transforma la vida cotidiana». En lo inmediato, «restringe los contactos familiares y la interacción social, al tiempo que limita la libertad de movimiento en distintos sentidos». «Por ejemplo, una persona de una comunidad confinada no puede ir al entierro de un ser querido que vive en otro lugar», ilustra Van der Gracht.
A medio y largo plazo afloran otras consecuencias porque «no pueden acceder a los servicios básicos de educación y salud y tampoco a sus medios de producción». En este sentido, resalta que, «si por el confinamiento pierden el momento de sembrar o de recoger la cosecha, pierden su fuente de ingresos y de supervivencia». También hay secuelas en materia de salud mental que van desde «el aumento de la violencia intrafamiliar» a «una desarmonización del proyecto de vida» en el caso de los pueblos indígenas.
«Podríamos hacer un paralelo con la situación que se vive en muchas partes del mundo con la Covid- 19, pero el confinamiento de las comunidades en zonas de conflicto o violencia armada es aún más difícil» porque, «además del hecho de no poder moverse libremente por su territorio, los habitantes se enfrentan a la zozobra de sentir que si salen algo les va a pasar», sostiene.
Para poner fin a este otro confinamiento, el CICR urge a los grupos armados a mantener a la población civil al margen de las hostilidades y al Estado a tener una «presencia integral» en los territorios afectados para garantizar el acceso a los servicios y bienes esenciales. Sin embargo, apostilla Van der Gracht, «lo más importante es que se encuentren alternativas posibles para acabar con el conflicto armado (…) y aliviar el sufrimiento de la población civil que padece las consecuencias humanitarias».
«Si para muchos de nosotros puede ser difícil estar en aislamiento obligatorio por la pandemia, imagínese cuál es la situación para estas comunidades que pasan meses sin poder movilizarse y en un estado permanente de zozobra y miedo», plantea./ Europa Press